EL CULO DE LA ARQUITECTA
No suelo concordar con el prójimo varón sobre cuál es el mejor culo.
Noto un gusto general por el culito escuálido de las modelos flacas. A
mí me gustan grandes, hospitalarios, macizos. Me gusta el culo balcón,
que sobresale y se autosustenta como un milagro de ingeniería. El culo
bien latino, rappero, reggaetón, de doble pompa viva y prodigiosa.
Me salen versos cuando hablo de culos. Quizá porque en los culos hay
algo más antiguo y atávico que en las tetas, que en realidad son una
intelectualización. Las tetas son renacentistas, pero el culo es
primitivo, neaderthaliano. Con su poder de atracción inequívoca, su
convergencia invitadora, es un hit prehistórico. Despierta nuestro
costado más bestial: el del acoplamiento en cuatro patas. Las tetas son
un invento más reciente, son prosaicas. El culo, en cambio, es lírico,
musical, candencioso, indiscernible del meneo de caderas, del ritmo, la
batida de la bossa que retrata a la garota que se aleja en Ipanema.
Porque el culo siempre se aleja, siempre se va yendo, invitando a que lo
sigan. Se mueve en dirección contraria de las tetas, que siempre vienen
y por eso suelen ser alarmantes, amenazadoras, casi bélicas (me acuerdo
de las tetas de Afrodita, la novia de Mazinger Z, que se disparaban
como dos misiles). Las tetas confrontan, el culo huye, es elegía de sí
mismo, se va yendo como la vida misma y deja tristes a los hombres
pensando qué cosa más linda, más llena de gracia aquella morena que
viene y que pasa con dulce balance camino del mar.
Las argentinas
tienen orto, las colombianas jopo, las brasileras bunda, las mexicanas
bote, las peruanas tarro, las cubanas nevera o fambeco, las chilenas
tienen poto. O mejor dicho, las chilenas no tienen poto, según mis
amigos transandinos que se quejan de esa falta y quedan asombrados
cuando viajan por Latinoamérica. Yo mismo casi me encadeno a la muralla
del Baluarte de San Francisco, en el último Festival de Cartagena de
Indias, para no tener que volver y poder seguir admirando el desfile
incesante de cartageneras o barranquilleras cuyos culos altaneros
merecían no este breve artículo sino un tratado enciclopédico o un
poemario como el Canto General.
De las cosas que hacen las
mujeres por su culo, la que más ternura me da es cuando lo acercan a la
estufa para calentarlo. No lo pueden evitar. Pasan frente a una chimenea
o un radiador y acercan el culo, lo empollan un rato. El culo es la
parte más fría de una mujer. Siempre sorprende al tacto esa temperatura,
el frescor del cachete en el primer encuentro con la mano.
Durante el abrazo, se puede llegar a los cachetes de dos maneras. Una es
desde arriba, si la mujer tiene puesto un pantalón, pero es dificultoso
y lo ajustado de la tela impide la maniobra y la palmada vital. La otra
forma es desde abajo y eso es lo mejor, cuando se alcanza el culo
levantando de a poco el vestido, por los muslos, y de pronto se llega a
esas órbitas gemelas, esa abundancia a manos llenas.
En ese
instante se siente que las manos no fueron hechas para ninguna otra cosa
más que palpar esa felicidad, para sentir con todos los músculos del
cuerpo la blanda gravitación, el peso exacto de la redondez terrestre.
Se suele pensar que, en el sexo, la posición de perrito somete a la
mujer. Pero hay que decir que abordar por detrás a una mujer de ancas
poderosas puede ser todo lo contrario: es como acoplarse a una
locomotora, como engancharse en la fuerza de la vida, hay que seguirla,
no es fácil, uno queda subordinado a su energía, hay que trabajar, darle
mucha bomba, carbón para la máquina. Es uno el que queda sometido a su
gran expectativa, absorto, subyugado, vaciándose para siempre en la
doble esfera viva de esa mantis religiosa.
Una vez vi un hombre
de unos 45 años dando vueltas al parque, corriendo tras su personal
trainer. Lo curioso es que era una personaltrainer, y las calzas azules
de esta profesora de gimnasia evidenciaban que tenía un doctorado en
glúteos. Como el burro tras la zanahoria, el hombre corría tras ella sin
pensar en nada más que ese seguimiento personal. No me sorprendería que
a la media hora hubiera un grupo de corredores trotando detrás, en
caravana.
La música de los culos es la del flautista de Hamelin. Los hombres, con su legión de ratones, van tras ella, hipnotizados.
Las mujeres saben aprovechar sus recursos. Yo trabajé en una empresa en
el mismo piso que una arquitecta narigona (esas narigonas sexys) y con
un 'tremendo fambeco'. Ella sabía que era su mejor ángulo y lo hacía
valer, con unos pantalones ajustados que dejaban todo temblando. Era una
de esas oficinas cuadradas, llenas de líneas rectas: el almanaque
cuadriculado, la tabla rectangular del escritorio, la ventana, los
estantes, las carpetas de archivos. Un lugar irrespirable de no ser por
el culo de la arquitecta que a veces pasaba camino a tesorería o a la
fotocopiadora. Su culo era lo único redondo en todo este edificio de
oficinas. Lo único vivo yo creo. Nunca intenté nada (se decía que tenía
un novio), pero en una época yo pensaba escribir una novela con los
acoplamientos heroicos que imaginé con ella. Una novela que iba a
titular, con un guiño a Greenaway, 'El culo de una arquitecta'.
No escribí ni dos líneas de esa novela, pero sí algunos poemas que ella
nunca leyó. Me acuerdo que la veía antes de verla, la intuía en un ritmo
particular que tenía el sonido de sus pasos, un peso, un roce de la
cara interna de sus muslos de falsa mulata. Cuando aparecía en el
rabillo de mi ojo, ya sabía plenamente que se trataba de ella. Y pasaba y
todo se detenía un instante, el memo, el mail, la voz en el teléfono,
todo se curvaba de pronto, no había más rectas, todo se ovalaba, se
abombaba, y el corazón del oficinista medio quedaba bailando. No
exagero.
Además era plena crisis del 2002. Todo se derrumbaba,
caían los ministros, los presidentes, caía la economía, la moneda, la
bolsa, caía el gran telón pintado del primer mundo, caía la moral, el
ingreso per cápita, todo caía, salvo el culo de la arquitecta que
parecía subir y subir, cada vez más vivaracho, más mordible, más
esférico, más encabritado en su oscilación por los corredores, pasando
en un meneo vanidoso que parecía ir diciendo no, mirame pero no, seguime
pero no, dedicame poemas pero no.
Ojalá ella llegue a leer esto
algún día y se entere del bien que me hizo durante esos dos años con
solo ser parte de mi día laborable pasando con tanta gracia frente al
mono de mi hormona.. Y ojalá se entere también que, cuando me echaron,
lo único que lamenté fue dejar de verla desfilar por los pasillos,
respingando el durazno gigante de su culo soñado.
Pedro Mairal